16 dic 2010

Fútbol

  Me acuerdo, de pibe. Era toda una promesa. Un cerebrito. Quería ser Presidente de la Nación a los 8 años. Para Salto, un gran pueblo, una pequeña ciudad, era mucho que decir. Todas las notas eran buenas. Menos educación física, claro. Nunca me gustó. Era una verdadera tortura.

  De haber sabido que el fútbol se convertiría en una pasión tardía, hubiera aprovechado aquellos momentos. Para jugar, claro. Y para vivirlo "desde adentro". Porque mi viejo (gran tipo mi viejo, aun con todas las cosas que uno le pueda reprochar) era periodista deportivo. Es periodista deportivo. Y el tipo me llevaba a la cancha de pibe. A los vestuarios, al banco suplente, a conocer a los jugadores, a los héroes. Al Negro Luna, por ejemplo, figura del Club Defensores de Salto. Y yo ni bola. Mi vida estaba en otra parte. En las enciclopedias, en las aventuras en bicicleta con los amigos del barrio. Y los otros.

  El futbol siempre fue un tema para mí. De chico, me acuerdo, me llevaron a una práctica del CUSA. Y la verdad es que fue todo un fracaso. Como jugador dejaba mucho que desear (era un desastre). Hasta aquella tarde.

  Llovía, me acuerdo, en el "poli" del “Defe”. Éramos varios muchahos, algún que otro veterano. Mi táctica fue distraer al adversario con comentarios graciosos, porque,  la verdad, nunca supe hacer otra cosa. Entonces yo, que jugaba en la defensa, esperaba a que llegaran. Cuando se acercaban con la pelota, los marcaba y empezaba a maldecir en todos los idiomas, hasta que los tipos, embriagados en una carcajada interminable, perdían la pelota. Y ahí salía yo, que no tenía ni idea de donde estaba el arco.

  Tomaba la pelota como podía, y la iba llevando hacia adelante. El primer gol, me acuerdo, fue una satisfacción increíble. Fue justiciero, le demostraba a los muchachos, a mi viejo, al mundo, que podía ser un gran jugador, que podía ser goleador. Y lo grité como nadie. Y ahí entendí eso de “abrazo de gol”. Fui solito, encontré el arco, y gatillé.

  Pero el segundo, que fue casi  jugada preparada, me llenó de gloria. La pelota la traía el Oso, el viejo de un amigo. Se acercó al arco por el lateral derecho, yo estaba adentro del área. Me vió y después me miró. Y con un gesto de complicidad (de esos que sólo se entienden en la cancha), me tiró el pase. Le pegué de refilón, y el arquero no pudo contener la furia. Lo que se dice un golazo. Ese día, lo juro, fui un tipo feliz como pocas veces.

Nestor "Tato" Mendoza

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